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Meditaciones para el Via Crucis en el Coliseo 2005, Benedicto XVI
Introducción
El tema central de este Vía crucis se indica ya al comienzo,
en la oración inicial, y después de nuevo en la XIV estación.
Es lo que dijo Jesús el Domingo de Ramos, inmediatamente
después de su ingreso en Jerusalén, respondiendo a la
solicitud de algunos griegos que deseaban verle: «Si el
grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo;
pero si muere, dará mucho fruto» (Jn 12, 24). De este modo,
el Señor interpreta todo su itinerario terrenal como el proceso
del grano de trigo, que solamente mediante la muerte llega a
producir fruto. Interpreta su vida terrenal, su muerte y
resurrección, en la perspectiva de la Santísima Eucaristía, en
la cual se sintetiza todo su misterio. Puesto que ha
consumado su muerte como ofrecimiento de sí, como acto
de amor, su cuerpo ha sido transformado en la nueva vida de
la resurrección. Por eso él, el Verbo hecho carne, es ahora el
alimento de la auténtica vida, de la vida eterna. El Verbo
eterno –la fuerza creadora de la vida– ha bajado del cielo, convirtiéndose así en el verdadero
maná, en el pan que se ofrece al hombre en la fe y en el sacramento. De este modo, el Vía
crucis es un camino que se adentra en el misterio eucarístico: la devoción popular y la piedad
sacramental de la Iglesia se enlazan y compenetran mutuamente. La oración del Vía crucis
puede entenderse como un camino que conduce a la comunión profunda, espiritual, con
Jesús, sin la cual la comunión sacramental quedaría vacía. El Vía crucis se muestra, pues,
como recorrido «mistagógico».
A esta visión del Vía crucis se contrapone una concepción meramente sentimental, de cuyos
riesgos el Señor, en la VIII estación, advierte a las mujeres de Jerusalén que lloran por él. No
basta el simple sentimiento; el Vía crucis debería ser una escuela de fe, de esa fe que por su
propia naturaleza «actúa por la caridad» (Ga 5, 6). Lo cual no quiere decir que se deba
excluir el sentimiento. Para los Padres de la Iglesia, una carencia básica de los paganos era
precisamente su insensibilidad; por eso les recuerdan la visión de Ezequiel, el cual anuncia al
pueblo de Israel la promesa de Dios, que quitaría de su carne el corazón de piedra y les daría
un corazón de carne (cf. Ez 11, 19). El Vía crucis nos muestra un Dios que padece él mismo
los sufrimientos de los hombres, y cuyo amor no permanece impasible y alejado, sino que
viene a estar con nosotros, hasta su muerte en la cruz (cf. Flp 2, 8). El Dios que comparte
nuestras amarguras, el Dios que se ha hecho hombre para llevar nuestra cruz, quiere
transformar nuestro corazón de piedra y llamarnos a compartir también el sufrimiento de los
demás; quiere darnos un «corazón de carne» que no sea insensible ante la desgracia ajena,
sino que sienta compasión y nos lleve al amor que cura y socorre. Esto nos hace pensar de
nuevo en la imagen de Jesús acerca del grano, que él mismo trasforma en la fórmula básica
de la existencia cristiana: «El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí
mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna» (Jn 12, 25; cf. Mt 16, 25; Mc 8, 35; Lc
9, 24; 17, 33: «El que pretenda guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda, la
recobrará»). Así se explica también el significado de la frase que, en los Evangelios
sinópticos, precede a estas palabras centrales de su mensaje: «El que quiera venir conmigo,
que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mt 16, 24). Con todas estas
expresiones, Jesús mismo ofrece la interpretación del Vía crucis, nos enseña cómo hemos de
rezarlo y seguirlo: es el camino del perderse a sí mismo, es decir, el camino del amor
verdadero. Él ha ido por delante en este camino, el que nos quiere enseñar la oración del Vía
crucis. Volvemos así al grano de trigo, a la santísima Eucaristía, en la cual se hace
continuamente presente entre nosotros el fruto de la muerte y resurrección de Jesús. En ella
Jesús camina con nosotros, en cada momento de nuestra vida de hoy, como aquella vez con
los discípulos de Emaús.